En Navidad todos somos reyes magos.
Todos en la tienda nos colamos y empujamos.
Un paquete de caramelos de café
es el punto del asalto en oleada
de una multitud cargada pesadamente de productos:
cada quien es su propio rey, su particular camello.
Bolsas, paquetes, envoltorios,
gorras y corbatas ladeados,
olor a vodka, a resina y bacalao,
a canela, manzanas, mandarinas.
Ríos de rostros, sin señales de un camino
que conduzca hacia Belén, cerrado por tormenta.
Y los portadores de regalos tan modestos
saltan a los autobuses y abarrotan puertas,
desaparecen en las bocas de asombro de los patios,
aunque sepan que nada han de encontrar allí:
ni animales, ni pesebre, ni siquiera a ella,
en cuya cabeza brilla un nimbo de oro.
Vacío. Y sin embargo el simple pensamiento de eso
hace brillar luces como surgidas de la nada.
Herodes reina pero cuanto mayor es su poder
más cierto, más seguro es el milagro.
En la constancia de esta relación
descansa el mecanismo simple de la Navidad.
Por este motivo se celebra en todos los lugares,
porque su advenimiento hace juntar las mesas.
No el deseo de la estrella de una noche,
sino una especie de buena voluntad rozada por la gracia
es lo que puede verse desde lejos en los hombres,
y han encendido los pastores sus hogueras.
Cae la nieve: no humean sino que crepitan en los tejados
los pucheros de las chimeneas, y semeja una mancha cada rostro.
Herodes bebe. Las madres esconden a sus hijos.
Aquél que viene es un misterio: sus facciones
no se conocen de antemano, puede que el corazón del hombre
no reconozca fácilmente al extranjero.
Pero cuando las ráfagas a través del umbral dispersan
la espesa niebla de las horas más oscuras
y envuelta en un manto una figura se vislumbra,
descubres un Niño dentro de ti mismo
y un Espíritu que es Santo; alzas la vista
al cielo que te cubre y ahí está:
una estrella.
Joseph Brodsky (traducción: C. I )
Poema en versión original aquí.
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