domingo, 20 de noviembre de 2022

 

 

I

Greenwich, libro con el que Pablo Luque obtuvo el premio de poesía Kutxa Ciudad de Irún en su edición de 2021, es, como su título indica, un meridiano: su estructura viene atravesada por un eje que es, a la vez, signo y símbolo, y por el que nos trasladamos a través del tiempo siguiendo el tránsito de la luz. Un tiempo acotado y breve, el espacio de un día; pero comprendemos que eso, también, es un símbolo, uno que evoca en nuestra mente la definición de los seres humanos que, desde la Biblia y hasta ahora, resuena en la poesía: seres de un día. Es lo que somos. Greenwich se enmarca en la tradición de los libros que dan testimonio de un viaje, y si bien la luz se mueve geográficamente, queda de manifiesto en el poemario que tiene un desplazamiento interior más acusado si cabe. El propio título, decíamos, supone ya una guía, y el autor nos proporciona claves de lectura tanto en el prólogo como en el epílogo; sin embargo, recomiendo acometer la lectura dejando para el final estos desvelamientos, no tanto con el fin de gozar de una sorpresa, como de ejercitar la labor esencialmente lectora, que es una labor de descubrimiento. No obstante, sé que no revelo nada en contra de mi propio consejo si avanzo que muchas de estas claves se hallan en las referencias y citas que contienen los poemas y que atraviesan los textos con metalecturas que enriquecen, que dan profundidad, que vinculan los textos con una tradición. Así, por ejemplo, la cierva del salmo que busca las corrientes de agua pura; la novia que encuentra la alheña en el ramo de Engadí; el punto medio en el camino de la vida; el báculo de Jacob.

II

6:55 de la mañana. El arranque poético tiene fuerza: la belleza que el mundo nos ofrece al abrir los ojos y que es capaz de despertar en nosotros el instinto básico de poseerla, de extender hacia ella la mano en un impulso de supervivencia, es solo un trasunto que deja insatisfecho: despojos, colores no absorbidos, "sobras de la luz/ en su tropiezo con las cosas". A continuación afrontaremos con Luque el contraste que se produce entre el mundo artificial remedado por el hombre  -botones, rectángulos cromados, aparcamientos- y el mundo natural -el rumor de los gorriones en la acera-, pero los descubriremos unidos por un puente, que es el acompañamiento, ese espacio en el que habita el amor, siempre en tránsito entre dos orillas. Y en la medida en la que todo poemario es una mano tendida al acompañamiento del lector, hay en él un ejercicio de amor.

Desde este despertar, y con ese acompañamiento (hay otros posibles, pero están en otros autores y en otros libros), por medio de la alternancia entre poemas breves, de métrica contenida, con poemas más narrativos en versículos, que en ocasiones desembocan abiertamente en la prosa, acompañaremos al autor por un mundo en el que lo hermoso, por ser hermoso, no deja de infligir dolor, especialmente por sus carencias o sus pérdidas ("es blanco el día/ y duele"); y en el que el amor, por supuesto, no excluye la presencia de otros sentimientos como el escalofrío o la rabia: es más, podríamos decir que su victoria, la del amor, radica en conseguir integrarlas en sí. Así, el recorrido que traza el poemario es el de la mirada sobre las cosas, imprimiendo un sentido a lo contemplado, interiorizándolo hasta metabolizarlo en el propio ser. Pero además, la experiencia del autor se abre también en un amplio recorrido geográfico que abarca el planeta entero y por el que se desplazan los poemas, completando el recurso del tránsito: Madrid, Malmoe, Rangali, Nueva Jersey...

16:30 p.m. Alcanzando el punto álgido de la tarde,"diadema de la luz", encontramos la cruz bajo la alegoría del árbol. Es una hora fijada en la historia, y un símbolo, o una prefiguración si se quiere, fijada en la literatura. Encontrar ese árbol, nos dice, transparenta casi todo el bosque. Solo por medio de ese símbolo podemos residenciar la paradoja por la que algo, a un tiempo,  constituye travesaño en la que se está clavado y rama desde la que se alza el vuelo. 

16:45. Apenas un poco más adelante encontramos el pozo, que entronca con ese pozo claustral que nuestros antepasados erigieron en símbolo de la unión entre el cielo y la tierra en otra suerte de eje, este vertical y ascendente. Imagen acertada, pues tiene el pozo un núcleo transparente, que es ese agua en la que en la profundidad se refleja la altura del cielo y, si nos asomamos, nuestro propio rostro. 

 III

El poeta se halla in mezzo del camin de sua vita, en medio del camino de su vida (vemos aquí otro vínculo con la tradición), y algunas pérdidas ya comienzan a producirse inevitablemente. Y lo que ensaya a decir desde ese punto en el que alcanza a contemplar un territorio que puede llamar propio, es que lo que preside el recorrido es el misterio. "¿Cuándo contemplaré el rostro del misterio?", exclama en un verso anhelante, contradictorio acaso, por lo que supone de destrucción de lo que conforma la esencia del misterio, pues no puede ser desvelado sin perder su naturaleza. Tendemos a identificar la contemplación con la serenidad, yo por lo menos lo hago y, aún más, tiendo a ello como ideal; pero aquí, y eso es algo que llama la atención, el poeta no se limita a compartir con nosotros el fruto de esa contemplación, sino que nos entrega descarnadamente su proceso como el de un ser  herido por todas las pasiones y postrado por todas las debilidades. Así, por ejemplo, en uno de los poemas en los que, con el ansia de la cierva que clama por las corrientes de agua limpia, vemos encenderse el dolor, el ansia extrema, el odio o la cólera, y descubrimos "agujeros en los sedientos labios", "manos y uñas escarbando" en la tierra, "la iracunda cuchilla de la angustia". Por todo esto, la Poesía se revela como la forma idónea de expresar el amor: porque en un mundo en el que todo es misterio (digamos que el poeta no pretende tener la clave de nada, aunque maneja sus códigos) lo que se ama se encarna en signos que no le pertenecen y que necesitan ser pronunciados.



lunes, 24 de mayo de 2021

"Cuerpos de Cristo", de Antonio Praena

 

I

Ya desde el título, este poemario arranca con una fuerza expresiva que no lo abandona hasta el final y que hace que el lector lo cierre con un escalofrío de emoción. Es Praena un poeta de corte clásico en la forma, pero en absoluto clasicista: su verso, de línea clara por utilizar el término gráfico del dibujo que también ha sido aplicado con frecuencia a la poesía, de ritmo marcado y de un cuidado metro de libre combinación, de tono conversacional a la vez que meditativo, le sirve de vehículo para una reflexión de hondo calado teológico expuesto a través de poderosas imágenes que se apartan de lo conocido y de lo esperado, medios a través de los cuales se opera una apertura del corazón que es plenamente moderna, por intemporal y por desgarradoramente sincera. En estos poemas encontraremos los selfis, o la oficina de cáritas parroquial, conviviendo con el obispo Braulio de Zaragoza, con el concilio de Éfeso o con el abrazo hipostático; la metadona del drogadicto terminal o la intubación del moribundo en UCI, con las flores del espino blanco, o con las llagas de Cristo, o con la Grecia que muestra su espejismo clásico al otro lado del mar.

II

Antonio Praena es un poeta consagrado, indispensable en el panorama poético en lengua española, que ha obtenido algunos de los más reconocidos premios: el Gil de Biedma, el Tiflos o el Emilio Alarcos, con el que acaba de ser distinguido este poemario último que ahora nos ocupa, por citar algunos. En mi opinión, el autor representa, en una línea muy visible de la creación contemporánea, una apuesta por la trascendencia que quizá sea su característica más destacada. Su forma de llevar el poema al texto –podríamos hablar de cualquiera de sus libros: Historia de un alma, Actos de Amor, Yo he querido ser grúa muchas veces– arranca de una emoción y toma cuerpo siempre con el trasfondo de un infinito pleno de sentido, con la sólida musculatura filosófica del profesor de teología que no evita, sino que recurre con naturalidad, a los términos y a los métodos de su ciencia filosófica. Es ahí donde el autor, con plena confianza, imprime ese sello personal que no le importa presionar a fondo. Estoy convencido de que cualquier lector que se acerque a los poemas de Praena recibe el impacto emocional con el que estos nacen, independientemente de las creencias, o descreencias personales, que se profesen, porque el territorio del dolor y del amor es común para todos; pero desde el espacio compartido de la misma fe, cuando eso sucede, la belleza, el temblor de la emoción, adquieren una dimensión distinta.  

III

El poemario se escinde en dos partes: Vosotros y Ecce Homo. Esta última, una referencia explícita al dolor de la muerte –a la muerte con dolor–, pero también a la esperanza de la Resurrección, está dedicada a un entrañable amigo fallecido en la pandemia de covid, compañero del autor en el sacerdocio. La primera sección, por su parte, integrada en el conjunto que conforma el poemario por la fuerza de atracción de ese ecce homo que se muestra desvalido ante nosotros, constituye un desfile de personas –de unos "otros", de un "vosotros"– que son importantes para el poeta, muchos de los cuales ya se han ido o ni siquiera han llegado a ser conocidos nunca por este, a causa del tiempo o la distancia. Como los estudiantes mexicanos desaparecidos en Ayotzinapa, por ejemplo, merecedores de un durísimo e impactante poema cuyo final rompe nuestros esquemas mentales de falsa distancia. Porque estos versos conforman el testimonio de un hombre que ha elegido vivir su existencia en la entrega de sí mismo, sabiéndose no tanto un personaje protagonista de su propia historia, como un actor secundario en la vida de los demás; lo cual supone, me parece, una oportuna enseñanza porque muestra la verdad desde un ángulo poco frecuentado. Ambas partes del poemario se cohesionan en una sólida unidad temática y de sentimiento.

IV

Cuerpos de Cristo es un poemario erigido, pues, sobre el dolor de la pérdida, pero es al mismo tiempo un cántico de gratitud y hasta, me atrevería a decir, de alabanza. Ya en el primer poema se expresa el convencimiento de que cualquier pequeño acto nuestro de entrega es un acto creador, de proyección inmensa y desconocida en las vidas de los demás, y de que por esa razón "existen en la tierra algunos justos/ que sostienen la tierra". Pero ese hueco que deja la ausencia de los justos a los que amamos, al tiempo que inaugura un vacío, "permanece en lo abierto" como un dintel que se constituye en "servidumbre de paso/ del cielo en que se funda". Es extraordinaria, y esperanzadora, la idea que expresan estos versos que conmueven a la reflexión. Así pues, el poeta es consciente de que tras la pérdida del ser querido lo que debe iniciar es un diálogo consigo mismo con el que aprender a dejar partir, una lucha por heredar la alegría que le lega la existencia de los seres amados. El muerto, nos dice tanto el poeta como el teólogo, es indiferente para la tierra y para la lluvia; pero su vida es semilla, que fructifica en la tierra, bajo la lluvia. Vivir es, sí, una lucha en la que hay afrontar el dolor, y la fealdad, y la miseria, pero entre tantas llamadas y ante tantas posibilidades –de abandono, de error, de derrota– "elegí la belleza,/ su forma de abrazar igual que abraza/ la luz todas las cosas de este mundo que están rotas". Y la forma escogida para observar el mundo desde la belleza es ese punto de vista sub especie aeternitatis en el que se tiene la certeza de que "los tiempos venideros han prescrito", de que "vivo o muerto,/ ocurra lo que ocurra/ (...) lo que haya de venir ya ha sucedido".

V

Sub especie aeternitatis, bajo la perspectiva de la eternidad, donde este libro encuentra su verdadero significado, sabemos que cualquier acto nuestro de entrega tiene un valor y una proyección inmensos en las vidas de los demás. La gran fuerza del título reside en el hecho de que este no resulta inocuo, de que nos golpea con fuerza porque intuimos lo que se oculta tras él y de qué manera nos compromete. Así, el libro se encabeza con una cita evangélica de San Mateo que constituye un pilar fundamental de la enseñanza de Jesús: "En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo habéis hecho". Hemos de ver en cada persona, pues, al  mismo Cristo, que de forma misteriosa pero real está presente en el prójimo. Podemos salvarlo o crucificarlo de nuevo. Es así como la redención sigue operando en la historia; y es también de esta manera como podemos completar en nuestro propio cuerpo lo que falta a la Pasión de Cristo, plena en sí misma, pero que necesita de la aceptación que procede de la libertad. 

A un corazón como el mío

le conviene caminar con espinas.

No sabe del amor quien sale indemne

de la carne del otro.

Quien no ha sido dolor para sí mismo

de este mundo se marcha sin un trozo de él

incrustado en su centro.



 

sábado, 2 de enero de 2021

El Fulgor del Instante


 

Un director de orquesta es un reestructurador del tiempo. En realidad, todo músico lo es; pero en el caso del director, al carecer de instrumento propio y confrontarse a todos, ese arte adquiere su expresión máxima y, posiblemente, más dramática. Otro ha escrito la música, pero las notas, inertes sobre la partitura, están en sus manos: lo necesitan para cobrar vida. Otros interpretan la música, y sin embargo él es necesario para que el conjunto de instrumentos alcance la armonía. El director estudia a fondo todas y cada una de las notas, su duración, sus tiempos. Reproduce la pieza en su mente, imprimiendo una cadencia única. Así, una misma partitura adquirirá matices nuevos, distintos, bajo una batuta u otra. Mientras que cada músico se concentra en su instrumento, el director debe atender a la orquesta para armonizarlos todos y su arte se expresará, precisamente, en la intensidad y en la duración que dé a cada nota, a cada pasaje, a los silencios, a los tempos.

La música se compone de la sucesión de notas. Y una nota, esa condensación de sonido, es una onda vibrando, una vibración del espacio en el tiempo. Supone una sacudida de esos dos límites infranqueables que nos aprisionan y por eso, quizá, es capaz de provocar una emoción tan intensa. En esa vibración, a través de la fisura que abre en nuestro muros, podemos captar la luz que proviene de un exterior mucho más amplio, intentar escapar de algún modo, sustraernos a nosotros mismos, abrirnos desde el encarcelamiento. Anhelamos aquello de lo que carecemos y al igual que deseamos los espacios abiertos, deseamos la eternidad; y no solo porque estemos llamados a la vida por un instinto básico, irrefrenable, sino porque intuimos que la eternidad es el espacio reservado para el amor, ya que aquí, donde todo queda sometido a la ley de la pérdida, es imposible conservarlo. Porque la eternidad, contra lo que solemos pensar, no es un tiempo inacabable, sino la ausencia de tiempo. Una dimensión distinta donde ponernos a salvo.

La imagen del director de orquesta es fascinante y viene con frecuencia a mi mente. Lo veo luchando contra el tiempo, alzando las manos, moviéndolas, balanceándolas, contrayendo el rostro, cerrando los ojos, abriéndolos, ofreciendo su ser entero para que al menos mientras dure la música cada nota, cada vibración, encuentre su lugar, dure el instante exacto que permita el paso de la luz.

Pero cuando hablamos de poesía, la imagen del director de orquesta no es gratuita. Un poeta busca la misma emoción aunque cuente sólo con las notas de madera que proporcionan las palabras. Y debe luchar contra el tiempo de igual manera. Nuestra música, quizá más pobre pero con la misma elevación, tiene un poder del que carecen los instrumentos: es capaz de sonar en el silencio. De hecho, se percibe con mayor intensidad en el silencio. Pero la palabra asocia imágenes y esa concreción reduce el inmenso espacio que deja abierta la música.

Como el director de orquesta, el poeta no posee nada: otro, otros, lo han creado todo y lo han dispuesto ante él. El poeta únicamente capta la vibración de un instante y siente cómo sus límites se sacuden, descubre el fulgor de la luz que penetra a través de la fisura que produce ese movimiento. Y entonces trata de conservar para sí mismo, y de transmitir a los demás, esa vibración con los elementos que le rodeaban cuando se produjo, busca la armonía entre ellos, su relación. Intenta preservar el instante y, sacándolo del mundo exterior, lo transforma en tiempo humano, ese tiempo interior que permanece en la memoria y que madura lentamente, quizá para siempre; reestructura el instante y ordena su duración para conservar la luz y liberarse de los límites en un breve atisbo de algo más grande que el espacio que lo cerca.

¿Qué hace, pues, un poeta? Tan sólo toma un instante y trata de reestructurarlo para darle un lugar en la eternidad.

 

domingo, 15 de noviembre de 2020

A Miguel Ángel Herranz, in memoriam

 

No os atreváis a tocarlo: 

si acaso una leve caricia 

con manos piadosas.

 

No lo beséis,

salvo el ademán de un beso

sobre su frente lejana.

 

Bajad los ojos

al suelo con respeto

en su ausente presencia.


No digáis nada

en voz alta,

no habléis palabras de mármol.


Un hombre bueno

cuando se marcha

es un altar sobre el que desciende

la Eternidad.


C. I


Miguel Ángel Herranz (1978 – 2020). Poeta vallisoletano, autor de "Palabras de Perdiz" (editorial Comba), "Érase una Pez: perqueños poemas para niños gigantes" (B de Blok, ediciones B), "Lírica de lo Cotidiano" (editorial Renacimiento) y "Aquí estuvo Kilroy" (editorial Renacimiento). Mantiene numerosa obra inédita. Poemas y textos suyos pueden leerse en la cuenta que publicaba en instagram, donde era y es extraordinariamente popular y seguido: @mikinaranja

Era, además, mi amigo.

 

viernes, 19 de junio de 2020

A Paco



¿A dónde van las aves cuando mueren?
¿Qué cielo más alto les espera,
qué otra vida les tienen prometida?
¿Qué libertad mayor, qué vuelo
más amplio, qué sembrados más extensos?
¿No son las manos de Dios ese hondo cénit,
ese viento errático, impredecible,
que saben gobernar bajo sus alas?
¿No son, entre sus manos, un símbolo
suyo hacia nosotros, un grito nuestro?
Acaso las toma entre sus manos,
contra su pecho nos aprieta.

C. I

domingo, 14 de junio de 2020

Lírica de lo Cotidiano, de Miguel Ángel Herranz



I

Miguel Ángel Herranz es un poeta proteico, que metaboliza en poema todo cuanto vive, experimenta, toca, lee. Ha publicado hasta la fecha tres libros de poemas: Palabras de Perdiz (editorial Comba), Érase una Pez (B de Block) y Lírica de lo Cotidiano (editorial Renacimiento); en camino vienen algunos más, como por ejemplo Aquí estuvo Kilroy, título bajo el cual, armando un diario al hilo de sus múltiples lecturas, nos ofrece una lúcida y sensible mirada sobre la realidad y en el que, cómo no, se insertan numerosos poemas surgidos a raíz, o en el margen, de la experiencia lectora. Hago estas referencias para fijar un marco en el que situar a un poeta que ya hace tiempo que goza del entusiasmo de los lectores que se acercan a él y que se cuentan por millares. Quizá me faltaría por añadir que es un hombre de saberes e intereses diversos, enraizados en la humanística y en la naturaleza, que enriquecen el contenido de sus textos y a nosotros con ellos: astrofísica, relojería u ornitología, por citar solo algunos que dan idea de la amplitud del espectro. Es, a mi entender, un poeta fundamental, y tomo esta Lírica de lo Cotidiano como excusa para hablar de una poética que no se encuaderna en un solo libro y que nos urge en el mundo que hoy tenemos entre las manos (sí: entre las manos, no ante los ojos), por lo que me permitiré ser algo más amplio y hacer referencias a otros de sus poemarios, invitando por supuesto a frecuentarlos todos.

II

Herranz construye con cada poema historias y reflexiones de honda emoción, a partir de sucesos cotidianos, de lecturas gozosas, de conversaciones improvisadas, de recuerdos luminosos o lacerantes, es decir, de esos fragmentos mínimos que hilvanan nuestras vidas. Su mirada poética atraviesa la realidad como un eje vertical, ascendiendo y profundizando a través de ella para dejar al lector en el centro de un universo compartido, al tiempo que profundamente original. Y esa es una de las claves de su éxito: que sentimos que su universo es también el nuestro, y que admiramos su forma de expresarlo porque no somos capaces de hacerlo de la misma manera. Tiene su escritura, además, la característica de disolver el "yo" en un "yo" poético que va creando –sin necesidad de heterónimos– personajes que siendo él le permiten dejar de serlo para enfundarse la piel de otros. Este recurso nos revela al poeta como un ser compasivo, es decir, capaz de apasionarse con, y de padecer con, los otros, rompiendo de esta forma las barreras del egoísmo y del ensimismamiento y partiendo el pan del poema con quien quiera que se acerque a su mesa.


III

El verso de Miguel Ángel Herranz es un verso ágil, coloquial, desnudo –pero embridado siempre por el ritmo y quebrado en ocasiones con oportunos encabalgamientos–, con el que interpela de forma directa al lector y con el que, a modo de escalpelo, abre las realidades con un corte limpio y preciso. Por otra parte, se observa en él una técnica poética propia de los poetas auténticos: descoyunta la realidad. Y trataré de explicarme. La realidad que construimos en nuestras mentes ordenadas y racionales tiene sus piezas debidamente unidas por esas articulaciones que las hacen encajar unas con otras y que les otorgan movimiento, eso que podríamos llamar un radio de acción. Pero de pronto el poeta –el poeta auténtico– rompe esa lógica y desencaja las piezas, revelándonos una nueva forma de articularlas, de unirlas, de moverlas. No las desestructura, sino que las estructura de una forma que sigue siendo válida y real, y eso nos permite asomarnos a la verdad liberándonos de las estrecheces que nos encorsetan y que, a veces, la limitan o la ocultan.


 IV

Hay en Lírica de lo Cotidiano, sin embargo, un elemento distinto de los anteriores libros y que lo dota de una emoción y de una profundidad especiales: la enfermedad, que irrumpe en la vida del poeta y que se instala como una nueva forma de cotidianeidad. Herranz se define sin tapujos, en esta etapa, como un oncopoeta, y sin alardes, sin dramatismo alguno, con absoluta naturalidad, deja que esta circunstancia acompañe el nacimiento y el desarrollo de sus poemas porque se trata, sencillamente, de la realidad que vive. Uno tendería a decir que la frontera con el dolor intensifica la escritura; pero sería injusto decirlo de Miguel Ángel porque ya antes de lindar con tan ingrato territorio su poesía discurría por cauces de igual hondura y de similar belleza. Y sorprende, en medio de la incertidumbre, de la limitación, del sufrimiento, ver emerger el agradecimiento, la belleza, el detalle luminoso, la palabra amable: el verso, como decía Brodsky, es un increíble acelerador de la conciencia, y en este caso se trata de una conciencia de gran sensibilidad. Hace relativamente poco tiempo, uno de sus lectores en redes sociales, con motivo de una estancia hospitalaria del poeta, tomaba y con razón las ventanas del hospital, que no pueden abrirse, como símbolo de tristeza y de limitación. Le respondió Herranz que él no las veía tristes, pues se dejaban atrevesar por una hermosa luz. He ahí toda una poética, ascendente y profunda. Quien toca este libro –esta vez la cita es de Whitman– toca un hombre.


jueves, 7 de mayo de 2020

Una página en blanco



(...)

Hemos empezado a delimitar con las palabras un espacio en blanco cuyo plano, nos dice la geometría, tiene una extensión infinita. Pero como nosotros no somos infinitos, necesitamos acotarla con márgenes manejables. Eso, desde luego, no invalida el concepto, y de ahí la fragmentación de ese solo plano infinito en multitud de páginas en blanco. Podemos por lo tanto ensayar y errar, algo que reafirma nuestra libertad porque nos permite ejercitarla una y otra vez; pero ahora tenemos frente a nosotros una sola página y en el espacio demarcado por sus cuatro bordes artificiales –¡pero tan nuestros!– comenzamos a acotarla todavía más con las pobres herramientas del lenguaje.

(...)

Hemos comenzado ya a esbozar palabras. Ya no estamos ante una página en blanco y, emborronada su blancura, cuantos más signos tracemos sobre ella más y más se irán reduciendo las posibilidades que antes nos parecían ilimitadas. ¿Lo fueron realmente alguna vez? Ahora bie, por el principio de la división infinita de la materia –la página como espacio, como extensión– cada fraccionamiento del silencio deja a su vez silencios susceptibles de ser fraccionados, espacios de contemplación plenos y valiosos en sí mismos que habrán de actuar como línea de pliegue para otros silencios. Siempre, en el centro del poema, el silencio, constituyéndolo medularmente. En realidad, por lo tanto, a cada silencio llegamos no desde un ruido, no desde un sonido, no desde una palabra, sino desde un silencio previo.

(...)

Para que el poema se forme sobre la página es necesario extraer su materia del inmenso abismo del que procede y que lo circunda; es necesario mantenerlo entre unos márgenes que conserven la blancura y que insinúen la infinitud del plano; es necesario tender el lenguaje sobre el silencio para que su forma pueda ser visible. Hay, pues, un doble juego del silencio en el poema: el del silencio que rompe con su aparición, y el de los silencios interiores que lo penetran y conforman.

(...)

De "Una página en blanco", fragmento, inédito

C. I