sábado, 15 de noviembre de 2014

El Resto del Azar, de Ricardo Pochtar





Ricardo Pochtar me ha distinguido con el privilegio de prologar su último poemario, "El Resto del Azar", que acaba de ver la luz en una magnífica edición de la editorial Amargord, cuyo catálogo se ha convertido ya en imprescindible para la poesía contemporánea escrita en español. Sé que el honor del que he disfrutado se debe al único mérito de la amistad; pero las líneas que siguen no se deben a ella, sino a la admiración y, más aún, a la conmoción –en el sentido de emocionarse con, de compartir la emoción– que la obra de este poeta me produce, que me producía antes incluso de haberlo conocido, y que tengo la certeza de que experimentará cualquier lector que se confronte con sus versos.


Abrir un libro de poemas supone romper un sello para desvelar un misterio, o con mayor precisión, confrontarnos con un misterio. Rasgar el velo de un templo. Exigimos al poeta que nos aporte una visión, una forma de mirar el mundo que nos permita adentrarnos en nuestra propia realidad, si no con una mayor luz, al menos con una intensidad mayor. Indudablemente, muchos rebatirán tal afirmación como desmesurada, puede que como falsa; pero lo cierto es que tan sólo resulta falsa porque es reductora, es decir, porque no contiene toda la verdad, y que lejos de elevar al poeta por encima de los demás, nos sitúa a todos en su mismo plano: si lo determinante es la visión, toda persona en potencia es un poeta, y el silencio no es sino una variante más del poema, quizá su sublimación. Dicho de otro modo, lo que constituye al poeta es su forma de ver las cosas, y no la capacidad de dejar constancia de ellas. En este sentido, al tomar entre las manos un libro de poemas, la distinción entre escritor y lector se borra puesto que ambos son portadores de una mirada y nosotros, lectores, buscamos enriquecer nuestra propia contemplación, no sustituirla.

Ricardo Pochtar, rompiendo nuestros planteamientos, nos ofrece sin embargo una ceguera; nos ofrece, con poemas breves pero extraordinariamente profundos, de conmovedora sensibilidad, ese punto mercurial de brillo intenso que permanece en el interior de los párpados cuando cerramos los ojos después de haber contemplado fijamente el sol. Mira, por supuesto. Contempla, desde luego. Si algo distingue a Ricardo Pochtar es esa capacidad única de ver lo evidente y descubrir en ello lo insólito, contra toda apariencia; pero quizá porque el azar es ciego, y porque el juego de nuestra vida avanza con el impulso de sus dados, con este poemario que ahora abrimos nos ofrece la sublimación de la ceguera, de la misma manera que con el silencio con el que culmina cada uno de sus poemas nos ofrece la sublimación de la palabra. Leeremos en ellos la luz, sí, pero no una luz plana o evidente, sino aquella que sustraída al exterior queda dentro de nosotros después de haber dado forma a una imagen. Y en cualquier caso, no leeremos la luz incendiaria del mediodía, sino la incierta luz del alba, la dudosa luz de los crepúsculos, la hebra de luz en la penumbra, donde los matices permiten modular un mundo propio. Nos asomaremos a la ventana, y tras apoyar la frente sobre el cristal, contemplaremos el vasto paisaje que se extiende a nuestras espaldas porque, como nos enseña, no hay caminos trazados de antemano.

Siempre lo inesperado, en cada poema. El ángulo insólito que nos revela un punto de vista original, diferente, desacostumbrado. La capacidad de descubrirnos, con ternura o con ironía, los aspectos ocultos de lo que parece no ocultar nada. La idea –nos dice Pochtar– se embarca en la palabra y cabecea sobre las olas como un reflejo de luna. Con esta imagen nos hace conscientes de la fragilidad de los conceptos, pero también de la imprecisión de un lenguaje que parece ir destejiéndose, agrandándose, deshaciendo sus contornos hacia el silencio para albergar, o para abarcar, un espacio más amplio. Reivindicando la ceguera, una ateología se esboza aquí capaz de respetar, con enorme delicadeza, la ocultación de Dios en esa invisibilidad en la que, en cualquier caso, ha querido envolverse, quién sabe si por profesar una antropología en la que la libertad juega un papel más determinante que en la formulada por los propios hombres.

Así pues, cerrar los ojos supone atesorar la luz salvaguardándola del declive exterior que la conduce de forma inevitable a la oscuridad. Cerrar los ojos implica deponer los límites, los contornos, los perfiles demasiado rígidos, unir lo exterior con lo interior, convertir el tiempo o la distancia en meros detalles, adentrarse en el infinito –en la eternidad– como una ligera variante de la muerte, o de la vida, caminar por ese terreno incierto donde nada se muestra, pero al que pertenecemos. Porque al cerrar los ojos, las cosas se nos revelan en nuestra esencia íntima, no en la suya. Rompamos, pues, este sello que tenemos entre las manos. Leamos, no sólo lo que dice, sino lo que calla el poema. Afrontemos su misterio. Tratemos de alcanzar ese espacio al que nos invita Pochtar, en el que la música adelgaza sus notas hasta el cristal del silencio; en el que la imagen se depura hasta la invisibilidad; la existencia hasta el amor, esa definitiva resistencia del ser ante la nada.

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