sábado, 2 de agosto de 2014
Inminencias, de Julio Obeso
I
"Dado que el corazón tiene cuatro pulsos cardinales, decido que el Sur señala el primer lugar de mi existencia". Cuando el poeta Julio Obeso extiende la mano sobre la página, hace surgir un mundo donde sólo él es señor absoluto, creador omnipotente de las reglas, que puede infringir en cualquier momento, y de las excepciones, que también puede volver obligatorias a voluntad. En Inminencias, los puntos cardinales se definen de nuevo para adaptarse a ese mundo que vemos surgir de la nada, y para orientarnos en él debemos renunciar a nuestras coordenadas habituales, aprendidas por la experiencia y la rutina. ¿Por qué Inminencias? Quizá porque se mueve entre riesgos, amenazas, peligros. Los que procura la libertad.
II
Una sensación que siempre se experimenta cuando nos enfrentamos a la lectura del poeta gijonés, y que recuerdo con especial intensidad en su libro anterior, Tres Tristes Trópicos, es que el lenguaje en sus manos se vuelve arcilla, maleable, moldeable por unos dedos capaces de crear formas absolutamente imaginativas y libres. Aparecen vocablos nuevos, inventados o fusionados para decir lo que exactamente se quiere decir escapando a las limitaciones de lo existente, y surge así una magia a través de la cual sobrevivimos a la vulgaridad de lo ordinario, "al autobús de las siete, al hartazgo del cálculo". El lenguaje aquí se vuelve poesía en su sentido originario de creación, y se enciende, crepita: "compuse cantos, encendí las piras que señalaban las debilidades donde pueden aterrizar". ¿Por qué señalar con focos o bombillas cuando se puede prender fuego? Pero hay también una utilización lúdica del lenguaje, desprovista de reverencia o de sacralidad. Y una tensión entre lo lírico y lo lúdico, privilegio de quien mantiene con la palabra una relación de absoluta intimidad que lo previene de la adoración, una lucha en la que se va tensando y aflojando desde esos dos extremos.
III
No se trata en absoluto de un poemario estructurado sobre la idea de viaje –tengo la sospecha de que Julio Obeso jamás se sujetaría a un plan preconcebido– pero en una lectura personal y de la que por supuesto se puede disentir, encuentro los elementos que nos guiarían por una suerte de recorrido, de tránsito hacia algún lugar que tiene como posible norte ese pretendido sur, y es interesante no saber hacia qué lugar señala. "En las botas del soldado viajan una madre, un perro pequeño, alguna lápida no muy vieja". Podemos recorrer libremente el camino, es cierto, pero vamos a cargar nuestros pasos con el peso de elementos grandes, pequeños, ínfimos incluso, que irán asaltándonos y que definirán a cada momento su dirección, su ritmo... su abandono. Con esos elementos el poeta va moldeando su mundo y, en cierto modo, también el nuestro en la medida en la que al quedar atrapados en su lectura pasamos a formar parte de aquél. Ulises, la gran figura del viajero, "tan sólo es una lista, con las cosas pendientes de la infancia", nos dice Obeso. Parece subyacer una tesis, y es que la infancia es el núcleo duro de la existencia, hasta el punto de que toda nuestra transición por la edad adulta no es sino un camino de regreso a la infancia. Así, el caleidoscopio que en Cosas de Niños se lanza por la ventana para arrojar la memoria, y que se nos devuelve, roto, en las manos de los niños de la calle; así, también, en Ulises. El paso del tiempo no deshace la belleza, sino que la cristaliza; "como si la tristeza hubiera sido, más que frío, una gota de ámbar".
IV
¿Qué tiene que ver la belleza con el dolor, con la tristeza? No debería de tener nada en común, pero sin embargo siempre asistimos a la belleza como un destello que se libera de los momentos peores, haciéndolos brillar a pesar nuestro. Julio Obeso también participa de ese misterio y aunque no hace explícito un dolor, lo intuimos inmerso de forma natural en el torrente de su palabra, inseparado de los instantes luminosos. Vemos la enfermedad asomarse en Sanidades, donde el dolor hace a cada enfermo un pequeño Cristo. Y con esa sencilla pero desveladora imagen nos da una clave que es capaz de penetrar el dolor de belleza. Tal vez, como dice, "precise otro mundo y otro tiempo" y por eso se haya decidido a crearlo. Tal vez, por eso, el dolor y el juego, la profundidad y la intrascendencia. Tal vez por ese motivo, "al separar los labios" –¿para un beso, para una palabra?– el infinito caiga "como un índice cuello abajo". Quizá por eso "los cantos que armonizan oscuridad y tiempo". "Desearía –nos dice en el poema Nace un Pueblo– que el viaje nunca arribara, haber pactado con la compañía un infinito bucle de vías férreas". Es lo que desearía también el lector. Y la sensación que tenemos al llegar al final –si es que alguna vez una última página supuso un final– es que el destino al que llegamos no es un lugar recién descubierto, sino recién creado.
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