miércoles, 28 de septiembre de 2016

Arco Voltaico, de Llanos Gómez




Con Arco Voltaico Llanos Gómez pone en nuestras manos un texto dramático difícil, arriesgado y rompedor, un poema dialogado en cuatro movimientos para una representación imposible. ¿O no tanto? La dificultad abre un campo de posibilidades y la propia autora realizó una adaptación escénica en Sala de Ensayo.

El escenario en el que se desarrolla la acción es un prisma suspendido en el espacio, sobre la cavidad del tiempo, donde destacándose contra el fondo de un grito metálico cada personaje y cada hecho se observan descompuestos en multitud de ángulos, fragmentando la unidad del conjunto y su significado. Y las indicaciones escénicas, apuntes sobre un vacío, se configuran como poemas que desbordan la limitada realidad, adquiriendo toda su fuerza en el despliegue crítico del lenguaje.

Así, en planos que se suceden y que se superponen ante los ojos del lector-espectador, ojos últimos que son picoteados con crudeza por una dramaturga que es a su vez la primera espectadora, éste es invitado a alcanzar los confines de una geometría flotante a la deriva.

Llanos Gómez recupera con este poema dramático la tragedia desde la vanguardia, un largo anhelo. Encontramos, en efecto, los dos elementos de la tragedia clásica, pero abordados desde una sensibilidad radicalmente moderna: el destino que arrastra al héroe (o anti-héroe) y el coro, que da testimonio de su lucha. Lo que sucede es que dentro del prisma este único protagonista, el ser humano, es descompuesto por la luz en todas sus posibles identidades, incluso en la del tirano que somete a sus semejantes y contra quien se alza el texto. En el envés, un relámpago atraviesa, repentinamente y por momentos, iluminándolos, todos los planos. Se trata, quizá, del arco voltaico que se forma entre los electrodos de ese hombre al separarse de sí mismo –desdoblándose, multiplicándose– tras haber soportado una intensa corriente interna.

Con una dimensión simbólica que permite sacar a escena los dramas esenciales del ser humano, el héroe, descompuesto como decimos en diversos personajes –un hombre, otro hombre siempre más alto, un operario y un siervo del barro helado– pugna consigo mismo, o pugnan entre ellos de formas diversas y hasta contrapuestas, por liberar un insecto prisionero. Los hombres tragan instantes, y una máquina se ha roto mientras absorbía papeles en blanco, palabras, hojas secas.

En el segundo movimiento, la acción, puramente interior, nos sitúa ante el debate que siempre se ha encontrado en el epicentro de la tragedia: el valor moral de las acciones del hombre, su utilidad o su inoperancia ante el destino ciego. "La responsabilidad no es equivalente a la culpabilidad", nos dice una de las voces. Y encontramos en ella el eco de Nietzsche, el filósofo que inició la construcción de su pensamiento tomando como base la tragedia griega.

La libertad y el sometimiento conducen el tercer movimiento, núcleo de la obra, exponiendo descarnadamente la paradoja del sometimiento y de la humillación como actos de la libertad sin la cual no serían posibles y que desembocan en la detonación del yo.

Ya en el último movimiento de esta obra un alma asediada por las contradicciones nos invita, llena de fuerza, de fe y de fervor, a alcanzar una sonrisa caminando con los pies envueltos en llamas, y nos desvela que todo –personajes, escenario, coro– es (son) una pregunta desconocida, en la que alcanzan de nuevo la unidad antes de volverse a desintegrar en una respuesta que se deja abandonada al misterio.

Por supuesto, toda esta lectura no es más que una observación desde uno de los ángulos de este prisma, que quizá ocupo en soledad. Pero me atreveré a aventurar esa pregunta que queda para el espacio en blanco de la última página:

¿Y si, después de todo, el relámpago fuera el envés del insecto?





No hay comentarios:

Publicar un comentario