sábado, 2 de enero de 2021

El Fulgor del Instante


 

Un director de orquesta es un reestructurador del tiempo. En realidad, todo músico lo es; pero en el caso del director, al carecer de instrumento propio y confrontarse a todos, ese arte adquiere su expresión máxima y, posiblemente, más dramática. Otro ha escrito la música, pero las notas, inertes sobre la partitura, están en sus manos: lo necesitan para cobrar vida. Otros interpretan la música, y sin embargo él es necesario para que el conjunto de instrumentos alcance la armonía. El director estudia a fondo todas y cada una de las notas, su duración, sus tiempos. Reproduce la pieza en su mente, imprimiendo una cadencia única. Así, una misma partitura adquirirá matices nuevos, distintos, bajo una batuta u otra. Mientras que cada músico se concentra en su instrumento, el director debe atender a la orquesta para armonizarlos todos y su arte se expresará, precisamente, en la intensidad y en la duración que dé a cada nota, a cada pasaje, a los silencios, a los tempos.

La música se compone de la sucesión de notas. Y una nota, esa condensación de sonido, es una onda vibrando, una vibración del espacio en el tiempo. Supone una sacudida de esos dos límites infranqueables que nos aprisionan y por eso, quizá, es capaz de provocar una emoción tan intensa. En esa vibración, a través de la fisura que abre en nuestro muros, podemos captar la luz que proviene de un exterior mucho más amplio, intentar escapar de algún modo, sustraernos a nosotros mismos, abrirnos desde el encarcelamiento. Anhelamos aquello de lo que carecemos y al igual que deseamos los espacios abiertos, deseamos la eternidad; y no solo porque estemos llamados a la vida por un instinto básico, irrefrenable, sino porque intuimos que la eternidad es el espacio reservado para el amor, ya que aquí, donde todo queda sometido a la ley de la pérdida, es imposible conservarlo. Porque la eternidad, contra lo que solemos pensar, no es un tiempo inacabable, sino la ausencia de tiempo. Una dimensión distinta donde ponernos a salvo.

La imagen del director de orquesta es fascinante y viene con frecuencia a mi mente. Lo veo luchando contra el tiempo, alzando las manos, moviéndolas, balanceándolas, contrayendo el rostro, cerrando los ojos, abriéndolos, ofreciendo su ser entero para que al menos mientras dure la música cada nota, cada vibración, encuentre su lugar, dure el instante exacto que permita el paso de la luz.

Pero cuando hablamos de poesía, la imagen del director de orquesta no es gratuita. Un poeta busca la misma emoción aunque cuente sólo con las notas de madera que proporcionan las palabras. Y debe luchar contra el tiempo de igual manera. Nuestra música, quizá más pobre pero con la misma elevación, tiene un poder del que carecen los instrumentos: es capaz de sonar en el silencio. De hecho, se percibe con mayor intensidad en el silencio. Pero la palabra asocia imágenes y esa concreción reduce el inmenso espacio que deja abierta la música.

Como el director de orquesta, el poeta no posee nada: otro, otros, lo han creado todo y lo han dispuesto ante él. El poeta únicamente capta la vibración de un instante y siente cómo sus límites se sacuden, descubre el fulgor de la luz que penetra a través de la fisura que produce ese movimiento. Y entonces trata de conservar para sí mismo, y de transmitir a los demás, esa vibración con los elementos que le rodeaban cuando se produjo, busca la armonía entre ellos, su relación. Intenta preservar el instante y, sacándolo del mundo exterior, lo transforma en tiempo humano, ese tiempo interior que permanece en la memoria y que madura lentamente, quizá para siempre; reestructura el instante y ordena su duración para conservar la luz y liberarse de los límites en un breve atisbo de algo más grande que el espacio que lo cerca.

¿Qué hace, pues, un poeta? Tan sólo toma un instante y trata de reestructurarlo para darle un lugar en la eternidad.

 

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