martes, 29 de abril de 2014




Al salir de la tienda, con la bolsa de ropa recién comprada, el detector hizo saltar la alarma.

PIIIIIP-PIIIIIP-PIIIIIIP

Entregué la prenda al dependiente para que quitara el dispositivo de seguridad que probablemente había olvidado, pero para nuestra sorpresa no había nada.

- A ver, caballero, pase usted sin la compra...

PIIIIP-PIIIIIP-PIIIIIIP

Efectivamente, la alarma se activaba a mi paso. Me cercioré repitiéndolo varias veces.

- Debe de tratarse de alguna de las prendas que viste, señor. Quizá alguna etiqueta interior.

- Imposible, todas tienen ya algún tiempo.

Era extraño, pero como me sabían inocente me dejaron marchar.

- Puede salir, no se preocupe.

- Gracias, buenas tardes.

PIIIIP-PIIIIIP-PIIIIIIP

Me dejaron marchar, digo, a un tortuoso sábado de alarmas activándose a mi paso; me dejaron marchar para convertirme así en sospechoso y ser señalado una y otra vez entre la masa de gente que entraba y salía de los comercios, para ser observado con reprobación cuando los encargados de seguridad se acercaban y me veía obligado a dar explicaciones.

- PIIIIIIIP-PIIIIIIIIP-PIIIIIIIP

Anochecía cuando la última alarma quedó sonando a mis espaldas y las calles empezaban a despejarse. Y bueno, después de todo –pensé mientras regresaba a casa– hay mucho de verdad en esas alarmas. De hecho, todo en la vida oculta una cierta verdad. En el fondo de mí mismo siempre he sabido que salí demasiado caro, o soy demasiado valioso según se mire, y a estas alturas mi madre todavía no ha terminado de pagarme.

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